Anagnórisis de una falsa equivalencia

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En el contexto electoral actual son constantes los titulares de prensa, los escándalos, comentarios e incluso columnas de opinión, que abordan disímiles sucesos políticos. Lo hacen desde diferentes perspectivas, argumentaciones y juicios de valor, algo importantísimo dentro del pluralismo democrático. En tal despliegue informativo, diferentes actores etiquetan actuaciones o las interpretan de determinada manera, pero –en no pocas ocasiones– les restan importancia como hechos reveladores.

Las peripecias dentro de la política son pan de cada día, pero a pocas semanas de la primera vuelta presidencial, manifestaciones de actores que desde el Derecho se comprenden como parte del poder constituido, evidencian y obligan a cuestionar el uso de una falsa equivalencia. Esa que plantea que dentro del espectro político colombiano existen dos extremos: el continuismo y el radicalismo transformativo, mientras que se considera a sí misma la senda de un centro mesurado de transición. 

Tres hechos, vistos a través del sistema interamericano, evidencian el riesgo en el que nos hallamos y obligan a cuestionar tal identidad propia, así como la comprensión del otro: la institucionalidad colombiana, o lo que queda de ella, puede derramarse entre dedos autócratas como granos de arena en un mar infértil. Una lectura de tres instrumentos –la Carta de la OEA, la Declaración de Quebec y la Carta Democrática Interamericana– lo sustenta. 

Una de las finalidades de este sistema es la construcción y preservación de las estructuras democráticas entre los Estados que lo conforman, lo que implica la prevención y anticipo de situaciones que atenten contra ellas. Así, pilares que deben resguardarse son la subordinación del estamento militar al poder civil, la guarda del DIH y el respeto institucional al Estado de Derecho. 

Lo anterior es de tal relevancia que, en tensión con el principio de no intervención, el sistema contempla la denominada cláusula democrática, que –de manera general– supone la suspensión de actuaciones de un Estado miembro ante cualquier alteración grave o ruptura inconstitucional del orden democrático. 

Pues bien, en Colombia se han presentado y persisten quiebras de este orden, que no pueden ser desapercibidas o soslayadas. El comandante del Ejército desconoció mandatos de la Constitución, como son los artículos 127 y 219, tomó parte en el debate político, deliberó y etiquetó como pillo a un candidato presidencial que se refirió a vínculos de algunos altos mandos militares con grupos narcotraficantes ¿Qué hará frente a él si gana las elecciones? 

Pero la cuestión va más allá, el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, el actual presidente de la República, cohonestó con tal actuación. No le reprochó siquiera una coma al general Zapateiro. Mientras tanto, Duque interviene en los debates de los candidatos a sucederle, en ocasiones sin mencionar nombres, pero con referencias expresas, e impulsa proyectos de ley para reglamentar el empalme con un gobierno futuro que, según ciertos críticos, podría privar al presidente electo, bajo el deber de reserva, de información de importancia nacional. 

La intervención en política del mandatario Duque es un irrespeto a las instituciones del Estado de Derecho; él también debe guardar los mandatos de la Constitución. A esto se le suman las tres mociones de censura que se han adelantado contra el actual ministro de Defensa, Diego Molano, por actos contrarios al DIH, como son el bombardeo –a sabiendas– de campamentos donde se encontraban niños y niñas secuestrados, y la masacre de no combatientes ocurrida en Puerto Leguízamo, Putumayo. No son las únicas mociones adelantadas contra el ministerio por violaciones al DIH, también se hicieron contra Carlos Holmes Trujillo y Guillermo Botero; todas infructuosas. 

La variabilidad de la fortuna, que no manejamos, no permite saber si las instituciones democráticas persistirán, pero los hechos actuales nos facultan a revelar la falsa equivalencia de “los extremos”. Estos tres hechos, en  su conjunto nos obligan a reconocer la identidad propia y develar la de otros. Frente a estos últimos, nos encontramos ante un gobierno y ciertos intereses políticos capaces de desconocer valores democráticos e institucionales por temor a perder el Poder. El “continuismo” ha mostrado la transgresión de principios básicos del Estado de Derecho. 

En cuanto a la identidad propia, es claro que esta anagnórisis plantea interrogantes: ¿Frente a tales riesgos se puede ser neutral o pertenecer a un pretendido centro? ¿Cuál sería su ubicación en este contexto? ¿Existe ese punto medio ante el desconocimiento de principios democráticos del sistema interamericano? 

Ahora bien, lo esencial de la revelación –que obliga a cuestionar la falsa equivalencia– es el actuar posterior, sea para culminar exitosamente una peripecia o para sucumbir ante la tragedia. Sobre el particular, Hannah Arendt, en una entrevista dada a Günter Gaus, menciona el sentimiento de responsabilidad como un quiebre a la pretensión intelectual del limitarse a observar. Para ella, frente a grandes riesgos, como los del totalitarismo y la locura que acarreaba para el colectivo, el desinterés o neutralidad no era moralmente legítimo y menos posible. 

Ante estos peligros, entonces, resulta necesario cuestionar la persistencia de una falsa equivalencia: la existencia de extremos. Aquí, el único extremo es el que amenaza con lanzar al traste lo que queda de institucionalidad, permite la intervención en política de fuerzas militares, desconoce el DIH y omite los principios del Estado de Derecho. Estas revelaciones obligan a cuestionar la neutralidad de cualquiera, si es que se toma en serio valores democráticos básicos. 

*La presente columna no compromete la posición editorial del CIPADH

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