¿A-Qatar el mandato de ese goce?

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Miles de cámaras: además de las de los periodistas y espectadores, la FIFA ha dispuesto cientos de sofisticados aparatos ópticos y de sensores para lograr registrar con precisión un jugador fuera de lugar o si el balón pasó la raya de gol. Hasta un «ojo de halcón» ubicó allí.

Ya había instalado el VAR, un registro de video para asistir al árbitro, cuyo objetivo es «evitar flagrantes errores humanos que condicionen el resultado». La resolución de las imágenes de muchas de esas cámaras es tan alta que podemos ver hasta las gotas de sudor en el rostro de un jugador.

Sin embargo, a pesar de todos esos avances, de la precisión de la visión de estos aparatos, ellos nunca lograrán «evitar los flagrantes errores humanos» y tampoco nos mostrarán aquello que nos mira tras el fasto, el glamur y el oro de millones y millones de dólares. Una cosa es la belleza de las imagines que queremos ver y otra lo que deseamos mirar. Toda esta deslumbrante opulencia opera como un velo que vemos con asombro al tiempo que cubre la mancha que hay detrás y que nos mira, reduciéndonos a mera mirada: los miles de trabajadores muertos y explotados sin asco en la construcción de los estadios, las mujeres y los homosexuales perseguidos, los millones de dólares de los sobornos, la increíble contaminación que va a dejar este espectáculo…, la terrible inequidad del mundo de hoy.

Y es que la pulsión es inconsciente, es voraz y es bien aprovechada por el mercado; nada la apasiona tanto como marcar un GOL. Más aún, es lo único que busca, tal como lo demostró Lacan. Apunta a girar en torno a un agujero: el del ano, el de la boca, el «agujero parpebral», el de las fosas nasales o el de las orejas. También podemos tratar de agregar otros huecos a nuestro cuerpo: un «piercing» o una jeringa con alguna droga pueden utilizarse con ese fin.

Por eso no es azar si la mayoría de nuestros deportes, que le generan millones y millones de dólares al mercado y representan la mayoría de los ideales que se nos imponen como imperativos incuestionables hoy en día –más rápido, más alto, más ágil, más veloz, sin importar el dolor…, lograr el éxito a pesar de todo–, no hacen sino girar en torno a un agujero, a demostrar su potencia metiendo allí la bolita. ¿Para qué?… ¡para marcar un tanto, un gol! En el agujero del arco o portería, en el futbol; en el de la cesta, en el basquet, o en los hoyos del campo en el golf. En algunos el agujero está simplemente pintado en el piso de la cancha contraria y de la propia, como en el tenis o en el voleibol. No siempre es una bola o una flecha la que debe atravesar o dar en ese orificio, en ese blanco, como el tejo en el hueco del bocín; a veces como en el boxeo, se trata de hacer caer el cuerpo del rival en el agujero —representado por el piso del cuadrilátero— o de abrirle unas cuantas rajaduras en el rostro, orificios por donde finalmente se tenga que ir: el cuerpo del otro, y el propio, reducidos a mero objeto para el goce pulsional y para el del Otro del mercado. De eso se trata en el deporte, a pesar de que se supone que allí siempre se respetan ciertas reglas.

En consecuencia, en esos momentos de la masa, en el estadio o frente al televisor, el goce máximo se manifiesta con los agujeros, los de los ojos y el de la boca, abiertos a más no poder, completamente tomados por la mirada y la voz que los invade con el extático e involuntario grito de ¡Gooool! Vendrá también la abertura que figuramos con nuestros brazos bien abiertos, para rodear con ellos al otro, a la otra, para abrazarnos con los demás.

Ese goce pulsional, de agujero, de «vórtice de la nada», de vorágine, de torbellino, capaz de unificar en un solo instante a millones de personas en un solo y único grito, no se limita a buscar la mancha, implica también el brillo deslumbrante de la jugada magistral, el de la genialidad de tal o cual acción de un deportista o de todo un equipo, jugada fascinante que se sale de todo cálculo y de toda razón, allí donde su protagonista es tomado por el acto y logra «ser donde no piensa»; el grupo y nosotros, los espectadores, haremos otro tanto. Ante la gambeta, la chilenita o la chalaca, que logran hacer atravesar el balón por orificio del arco, somos súbitamente tomados por el goce dentro o fuera del agujero que también constituye un estadio. La magnitud de este goce es tal, que es también el que aprovecha el mercado para explotar sin límites la fiesta –que tanto necesitamos, que nos hermana y hasta comporta una dimensión ritual–, y la convierte en festín.

Del plus de goce de los trabajadores llevados a la muerte, explotados tras la pantalla y del de los deportistas y los espectadores, extrae el mercado su plusvalía. Es por eso que las declaraciones del presidente de la FIFA resultan una elocuente expresión del cinismo de los días que corren: le enrostra a Europa el hecho milenario de rechazar, perseguir y explotar a más no poder a los migrantes, como si ese hecho, que es una verdad incuestionable, nos tuviera que eximir de atrevernos a mirar lo que ocurrió y sigue ocurriendo en Qatar. Como si por lo que no deja de pasar en Europa tuviéramos que hacernos todos sus cómplices, mientras seguimos gozando, ahora con el goce de la pulsión oral, conminados a comer y comer y comer hasta hartarnos, comer y… «comer callados». Lo que hizo Infantino es lo que Pío Sanmiguel llamó «capitalizar la verdad»: la reveló, la puso sobre la mesa, pero no para asumir sus consecuencias, sino para todo lo contrario, la exhibió para amordazarla y para atarugarnos la boca.

Otro tanto hizo Maluma, claro ejemplo del sujeto que pretende instalar la contemporaneidad —no por nada está en la cresta de la ola del mercado—. Un sujeto que no tenga que responder por sus actos, tan decapitado como la pulsión. Uno que evada su responsabilidad y la de los otros, que sienta como una injuria el que alguien lo interpele, ya que él solo se debe al goce. Solo para eso fue allí, dijo, para gozar… de la fiesta de la música y del futbol. Para aQatar el mandato del goce y del mercado, digo yo.

CIPADH

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