¿Estamos condenados por crecer?

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Hace cincuenta años una computadora del MIT remplazaba a pitonisas y adivinos en su histórica tarea de predecir el futuro. Alarmados, los periódicos inundaban las calles con titulares que decían algo así como: Un computador predice el fin del mundo. Esa premonición no era resultado de la posición de los astros, ni de las formas del tabaco. Era cálculo sesudo que tuvo en cuenta cinco variables: población, producción de comida, industrialización, polución y consumo de fuentes naturales no renovables.

El informe, titulado «Los límites del crecimiento«, arrojó un cálculo tan fatalista como contundente: Si el ritmo de crecimiento continúa, para 2100 se habrán consumido todos los recursos del planeta. La premisa, ya sabiéndola, parece obvia: No se puede crecer infinitamente en un mundo que tiene recursos finitos. El texto fue actualizado en el 2018 y a pesar de los esfuerzos para avanzar en un desarrollo económico que considere los límites del planeta, estamos lejos de tener un modelo de crecimiento que respete los límites planetarios. 

Una prueba de ello es el día del sobregiro, una fecha pensada para calcular el momento del calendario en el que se han consumido todos los recursos naturales que el plantea está en capacidad de regenerar en un año. Esta fecha cada año llega antes. Esta vez cayó el 28 de julio. Los países con economías más grandes alcanzan esta fecha mucho antes, Estados Unidos la alcanza en marzo, pero las economías más “atrasadas” ajustan el promedio del planeta. Todos los análisis señalan que los esfuerzos para abandonar un modelo económico que se basa en la necesidad de crecer indefinidamente están siendo insuficientes.

Pensamos que la crisis ambiental es un asunto lejano. Sin embargo, al año en Bogotá el número de muertes debido a la mala calidad del aire es más del doble de los homicidios reportados. Al menos en la capital, el cambio climático mata más que la violencia. Este problema también afecta la tan mentada economía. En 2011, las lluvias sin tregua del “fenómeno de la niña” dejaron pérdidas por más de 8 billones de pesos. Colombia es un país tan vulnerable al cambio climático que sufre cuando llueve y sufre cuando no. Por eso no es exagerado, ni poético decir que el cambio climático nos está matando. Y además, nos podría empobrecer de una forma devastadora. 

A pesar de todo, el desarrollismo viene ganando la batalla por los sentidos comunes. Sorprende ver la reacción de las personas cuando la ministra de Minas, Irene Vélez, habló de exigir a las economías más fuertes que decrezcan. La expresión fue usada para cuestionar la inteligencia de una de las mujeres más formadas del país. ¿Cómo se le ocurre hablar de decrecimiento cuando las buenas economías son las que crecen? Todo el mundo lo sabe. Sin embargo, cualquiera que se haya aproximado a las discusiones sobre la sostenibilidad sabe que el decrecimiento es (en el menos fatalista de los escenarios) sensato o (en el peor) necesario.

Pareciera que la teoría económica ortodoxa ha salido de las aulas y se ha arraigado en las mentes de la ciudadanía. Esa misma que hoy se rasga las vestiduras porque considera una idiotez que el presidente Petro insista en que es necesario hacer una transición energética. Se argumenta que el impacto colombiano en la crisis climática es mínimo y que su terquedad está impactando en la devaluación del peso colombiano. Se le atribuye una suerte de poder mágico al Twitter del presidente, que podría ser el único en el mundo con la capacidad de destruir una moneda en los mercados internacionales. 

Expertos han señalado que para morigerar la crisis —a pesar de que responda a variables internacionales que están afectando economías como la de Japón o Reino Unido—, es necesario que Petro cambie su discurso frente a los hidrocarburos. El precio del crudo y la urgencia de que aumente la cantidad de dólares en el país para modificar a favor el valor del peso colombiano, indican que es imposible abandonar la explotación e incluso la exploración de hidrocarburos, al menos en el mediano plazo. Las dinámicas económicas sugieren que, aunque se haya advertido que es necesaria una descarbonización, estamos obligados a seguirlos explotando.

Semejante crisis económica es inusual para Colombia, que había mantenido un ritmo constante de crecimiento incluso mientras el resto del mundo enfrentaba recesiones. Sin embargo, parafraseando la famosa frase de Fabio Echeverri, a la economía le iba bien, pero al país mal. Razón suficiente para desconfiar de los indicadores. Es claro que el bienestar económico no equivale a bienestar social, al menos no para la mayoría de la población. Entonces ¿Será posible vivir una situación en la que al país le vaya bien si a la economía le va mal?

CIPADH

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