La ley de Milei no es la Ley

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El candidato argentino a la presidencia, Javier Milei, triunfador en las primarias, se ha convertido en todo un fenómeno político. El Hamelin austral encanta multitudes al montar el espectáculo —no operaría sin él— y soplar muy fuerte la flauta de “libertad, libertad a costa de todo”, de reducir al extremo al Estado, de atropellar derechos conquistados tras años y años de luchas, de desconocer los logros de las mujeres y la población LGBTI, para dejar que el mercado y la libre empresa se lucren de las pensiones, la educación, la ciencia y la salud de su país.

Si vamos a los fundamentos, en sentido estricto nadie puede pronunciar “mi ley” sin mentir, sin asumir una impostura o sin estar loco. Esto por una razón muy sencilla: la ley no es propiedad de nadie; ni de la primera, ni de la segunda, ni de la tercera persona. Los posesivos “mi”, “tu” o “su” no pueden anteponerse a la ley, pues esta es un elemento tercero que media entre yo y el otro (o la otra); entre el objeto y yo, incluso y sobre todo si considero que ese objeto es mío, de mi única y exclusiva propiedad, como, por ejemplo, mis órganos.

Caca es la primera cosa que hace un bebé o una bebita, pero a pesar de ser un objeto de su creación —“su” caca—, a pesar de atesorarla, venerarla y retenerla está obligado a desprenderse de ella al punto de convertirla en un desecho; unos meses más tarde en su desarrollo, el asco, la vergüenza y la moral vendrán a cubrirla para perderla definitivamente.

Entonces, no podemos hacer lo que queramos con el objeto, aun si logramos pronunciar a grito herido el posesivo “mío”: «Esa propiedad parece tuya, pero hay que perderla». Ha ocurrido lo mismo con el seno —o el tete— y, sobre todo, con la madre, que, aunque nuestra, está radicalmente prohibida, por lo menos en una dimensión, radicalmente perdida como objeto sexual de goce. Así pues, a pesar de que el mercado nos atarugue los oídos gritándonos que somos libres de gozar de todos los objetos si los hemos comprado, si son nuestros, el límite a la propiedad privada comienza desde bebés, con nuestro ingreso en la cultura, con nuestra constitución como sujetos.  

Esa distancia introducida por la ley, entre mis objetos y yo o entre yo y los otros, implica que ella, la ley, no es personal, no es un adminículo de bolsillo hecho a la medida de cada cual, acomodaticio, un mero “articulito” de la Constitución que puedo cambiar cuando quiera. La ley, la que nos constituye como sujetos, no es tuya ni mía, ni de ellos…, no se puede privatizar porque siempre remite a un pacto tácito pero efectivo a nivel de lo colectivo que sostiene los lazos sociales. Los sostiene a partir de una falta que nos constituye —del seno, de los excrementos; de la mamá, del papá o de los hijos e hijas como objetos sexuales, etc.—, y se hace indispensable para entrar a jugar la partida en la cultura; es nuestra forma de casar la apuesta para que haya juego, para que haya sociedad y vida humana. No es un asunto individual, aunque la relación de cada uno con la ley es singular, ella implica siempre a los demás. Por eso comencé por decir que enunciar “mi ley” es un contrasentido.

Sin embargo, el candidato Milei parece haber escuchado su apellido como un imperativo al que habría que obedecer de manera inconsciente y ciega, que se le impone como “mi–ley”, la suya, ¡de su propiedad!, desde la cual alimenta su narcisismo y su megalomanía, su seductor delirio. Desde él repite y repite, con insistencia pulsional, el ideal de una supuesta libertad, que parece ser escuchada así por sus hipnotizados seguidores: «Milei es “mi ley”, entonces ya no hay ley, y puedo gozar sin límite, como me venga en gana, hasta de la venta de mis órganos; para eso son míos, mi propiedad privada!»… Sin reparar en que se despedazan en el intento, pues abolida la ley, solo resta su lado insensato y feroz que se nos impone en un mandato mortífero: todos plegados al déspota y a su despotismo: ¡Viva la libre venta de armas!

Al respecto, Miller recordaba con pertinencia la frase de Lacordaire: «Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el servidor, es la libertad la que oprime y la ley la que libera».

Como si en su persona se encarnara el discurso del capitalismo, desde su ley, Milei rechaza la ley; lo hace de la manera más radical —la forcluye—.  Promete acabar con el Estado, con los políticos, con lo público, con los derechos humanos y con todo lo que le suene a justicia social; por eso maldice hasta al papa. Obviamente, esta destitución de La ley da paso a una descomunal descarga de odio, de sectarismo, exclusión y obscenidad, que empodera el individualismo y atrae como miel a sus votantes. Decepcionados de sus gobiernos y hartos de la pobreza aspiran a saciar así la voracidad de sus pulsiones y el mandato de goce sin límites, impuesto por el mercado. Proclaman al unísono: “¡Milei es mi ley…, fuera La ley!”.

CIPADH

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